Descansar es crucial para la salud. Pero cuando dormirmos, hacemos
mucho más que descansar: el cerebro fija los recuerdos y nos prepara
para adquirir nuevos conocimiento.
Una tarde de 1885, como tantas otras, el químico Friedrich August
Kekulé se quedó dormido junto a la chimenea. Llevaba tiempo tratando de
descifrar la arquitectura de algunas moléculas y, si bien había
conseguido dar con algunas, otras, como el benceno, se le resistían.
Durante aquella cabezadita, comenzó a soñar con átomos y
moléculas, que se unían entre sí y formaban cadenas que se retorcían,
giraban, se entrelazaban. Una de esas cadenas adquirió la forma de una
serpiente que se mordía la cola formando un círculo y giraba sobre sí
misma a gran velocidad. Al despertar, Kekulé vio que acababa de dar con
la solución al problema de la estructura química del benceno.
Algo similar le ocurrió a Dmitri Mendeléyev, a quien un sueño le inspiró la tabla periódica de los elementos;
o al médico Otto Loewi, a quien la almohada le hizo dar con un
experimento de neurociencia, gracias al cual acabó ganando el premio
Nobel de Medicina. La lista de sueños reveladores no se detiene ahí.
Quizás Frankenstein no existiría si Mary Shelly no hubiera soñado con
él, ni tampoco conoceríamos El extraño caso de doctor Jekyll y el señor Hyde,
de Robert Louis Stevenson. Incluso a Beethoven y a Paul McCartney
muchas de sus melodías les sobrevenían mientras dormían. Y Gandhi
explicaba que la inspiración para comenzar su protesta pacífica para
conseguir la independencia de India partió justamente de parajes
oníricos.
Aunque muchas veces los sueños son bizarros e incoherentes, otras nos
pueden conducir a resolver problemas. Ya lo dice la sabiduría popular,
que nos recomienda consultar cualquier tipo de embrollo con la sabia
almohada. Y es que en la mayoría de ocasiones, ocho horas de sueño
reparador pueden hacer que nos levantemos con la mente clara, capaces de
dilucidar una respuesta o de dar con una solución creativa a un
rompecabezas.
Durante siglos se creyó que al dormir, simplemente, el cerebro se
desenchufaba y entraba en un tiempo muerto en el que no pasaba nada.
Pero aquella explicación no parecía tener sentido evolutivo. ¿Por qué
íbamos a tener que consagrar más de un tercio de nuestras vidas al
letargo con la de cosas a que se podían dedicar esas horas perdidas?
Además, ese estado semiinconsciente nos dejaba
totalmente vulnerables ante posibles ataques. Todos los animales,
además, duermen. Algunos cerca de 20 horas al día, otros apenas tres o
cuatro. Incluso los hay, como los delfines, que duermen primero con una
mitad y luego con la otra del cerebro. La naturaleza, pues, debía tener
sus motivos.
Experimentos y estudios conducidos en las últimas décadas han
arrojado luz sobre este tema. Ahora la ciencia sabe que dormir es
crucial, tanto como comer. Sin dormir, moriríamos en pocos días y dormir poco o mal
compromete nuestro estado de salud, nuestras emociones e incluso las
relaciones. Descansar bien es una especie de cura intensiva para el
organismo física, psíquica y emocional.
Mejora nuestro humor, estado de ánimo, el sistema inmunitario, nos recarga de energía,
e incluso nos hace tener mejor aspecto. También esclarece la mente, nos
permite disfrutar de nuevas experiencias, adquirir información y dar
con soluciones creativas. Es, además, la herramienta con que nos ha
dotado la evolución para aprender.